sábado, 10 de septiembre de 2011

CAPÍTULO 13

ATRACO EN EL BANCO

Sin duda alguna que les sonará a título de una película.¡Eso creo que era atraco a las tres! Lo que les voy a contar fue un hecho real, absolutamente veraz, por extraño que pueda parecer. Se lo prometo. Me sucedió a mí y por lo tanto puedo narrarlo ahora. Máxime que nunca he olvidado este acontecimiento que, eso sí, tiene naturaleza más bien dramática que humorística. Y pudo haber sido trágica. Pero lo traigo aquí, en medio de las anteriores situaciones más proclives a la sonrisa, porque como suele pasar en la vida, los sucesos de esta naturaleza dramática, con el paso del tiempo se mutan. Al cabo de los años, nos solemos quedar con la parte cómica que pudiera tener aquella situación  y ya pasamos a contarla como anécdota simpática. Olvidamos fácilmente el lado tenebroso y oscuro para quedarnos con los detalles, tiñéndolos de un cierto humor negro.

Pues bien, así fueron los hechos y así se los describo, sin duda nada habituales en la vida de un auditor y nada deseables. En el curso de un trabajo de auditoria me acerqué, en aquella ocasión en mi ciudad, a la oficina principal de un importante banco. Subí al piso superior y estuve una media hora hablando con uno de los directores sobre algo relacionado con el cliente auditado. Al terminar, bajé de nuevo las escaleras y cruzando el amplio local de la OP, me dirigí hacia la puerta de salida. Iba leyendo unos papeles que me habían dado, ajeno a mi entorno en el banco. Cuando estaba llegando a la puerta principal, oí una voz que me dijo:

-         ¡Alto! ¡Quédese quieto! ¿Adonde va?...

Levanté la vista y con la sorpresa que se pueden imaginar, vi a un individuo que cubría su rostro con una media o malla negra. Y que además, apoyó sobre mi pecho una pistola. Con el asombro me quedé petrificado. No lo podía creer. Era un asalto. Miré a mi alrededor, sin moverme. Tras los mostradores a izquierda y derecha, los empleados permanecían de pie, mudos, con las manos en alto. Como en las películas. Frente a la caja, otro atracador también con el rostro cubierto del mismo modo y que parecía ser el jefe, chillaba al cajero que se había encerrado en la caja acristalada:

-         Abre la puerta y sal de ahí… Abre que va a ser peor… Abre rápido o va a haber una desgracia…

El cajero, encerrado dentro y protegido por el cristal antibalas, no habría la puerta de la caja. Los compañeros le gritaban, con todo tipo de adjetivos, que abriese la puerta. Los insultos llovían hacía él al unísono con las súplicas. Del piso de arriba no bajaba nadie ni se oían voces. Varios clientes permanecían inmóviles junto a los mostradores. Localicé a un tercer atracador en otro ángulo del local. La tensión subía por momentos

-         ¡Abre de una vez c…. esa puerta o mato a alguien! – gritaba el jefe junto a la caja, mientras golpeaba el cristal con su pistola.

El cajero seguía dentro inmutable, sin duda alguna fiándose en que posiblemente había hecho sonar el timbre de alarma y que la policía llegaría pronto. Mientras tanto, mi cerebro se puso en marcha de inmediato. En esos instantes casi no hay tiempo para tener miedo. Así que trate de iniciar un lento movimiento de retroceso hacia la entrada al interior de los mostradores. La tenía a unos cinco o seis metros tras de mí. Sin pensarlo un instante, di un ligero paso atrás y, después, otro. ¡Ya faltaba menos! Pensé. El atracador que me había detenido estaba pendiente en esos momentos del jefe y de la caja, ya que en esos instantes, dando un gran salto por encima del mostrador, el que parecía llevar las riendas del asalto se situó por la parte trasera de la caja, donde estaba la puerta que mantenía cerrada el cajero. La golpeó con crudeza, dando fuertes patadas mientras amenazaba de muerte al cajero y a todo el mundo. Estaba furioso ante la cerrazón del cajero y ante el paso de los minutos con el consiguiente riesgo para ellos. Algunos transeúntes miraban desde la calle, como observando algo raro, y seguían su camino.

Intenté dar un nuevo paso atrás, convencido de que si había algún tiroteo estaba en el peor sitio, justamente en el área central de la sala y a tiro de los tres atracadores. Esa era mi principal preocupación. Pero, el de la puerta se percató de mi movimiento y volviendo hacia mi la cabeza  me gritó:

-¡Nooo se mueva!  ¡Quédese ahí! – y apuntó con mayor fijeza hacia mi.

Le temblaba algo la mano. Debía de ser más joven que los otros dos. Era bajito. Los empleados, detrás de los mostradores, se habían ido tirando al suelo y escondiéndose de un posible tiroteo. Los gritos y los insultos seguían cada vez más fuertes y nerviosos. El cajero seguía en sus trece y no abría la puerta ni salía. Sin duda, estaba jugando a héroe ante sus jefes y ante su empresa. Era inexplicable su actitud cuando había tanto riesgo para todos. El tiempo pasaba lentamente y allí no llegaba nadie del exterior. En un momento determinado y a una orden del jefe de la banda, los tres accionaron sus pistolas y dejaron oír el característico clic-clic al quitar el seguro de sus armas. Vi lo suficientemente cerca de mi la pistola para percatarme de que era auténtica..

La situación era ya insostenible. El silencio de todos nosotros sólo lo rompia los gritos del atracador. Por fin se dio cuenta de que el cajero no iba abrir la puerta. Había pasado demasiado tiempo y posiblemente la policía estaría a punto de llegar. Así que retirándose hacia la puerta, gritó, lleno de furia y de rabia por no haber logrado su objetivo de entrar en la caja y llevarse el dinero que allí pudiese haber:

-         Estás muerto. No te nos vas a escapar. Ya te ajustaremos las cuentas por c… Volveremos a por ti otro día…Te buscaremos…

Los tres corrieron hacia la puerta y al salir, se despojaron de la malla que les cubría la cara. Al instante desaparecieron. Entre el griterío que al instante se formó, fruto de los nervios vividos por todos, permanecí unos instantes quieto en el centro de la sala. En esos momentos fui consciente del peligro inmenso que había pasado, al estar allí en medio y sin protección alguna. Los mostradores estaban aun algo lejos para intentar lo que había pretendido: quitarme de en medio, acercándome a la entrada de los mostradores y tirándome de cabeza detrás de ellos. No fue, como era lógico pensar, posible.

Los empleados se abalanzaron sobre el cajero que, entonces sí, abrió la puerta y salió. Le llamaban de todo y le insultaban culpabilizándolo del peligro pasado. Los directores del banco bajaron a la sala. No se si llegaron antes a ser conscientes de lo sucedido. Llegaron unas cámaras de televisión. Y poco después, la policía. Se pueden imaginar la que se formó allí con gente por todas partes, voces histéricas narrando lo sucedido y otras preguntando los detalles. Al cabo de unos instantes, salí del banco y lentamente me dirigí hacia mi casa. Las piernas parecían temblarme en esos momentos, una vez pasado el peligro. Fui pensando sobre muchas cosas: sobre los tres atracadores, el cajero, los mostradores, los otros clientes, las armas…

Ese día, desde el medio día, no cesó de sonar mi teléfono. Las llamadas eran más o menos similares:

-         Manolo… te hemos visto en la tele. ¿Pero que hacías tu allí en medio de ese atraco?

La sorpresa era general. También la mía al ver cómo era posible que la gente supiera lo que yo no había contado todavía a nadie fuera de mi casa. Sucedió que la televisión sacó muchas imágenes a su llegada y yo, con mi gabardina clara, era blanco perfecto para que, allí en el centro del jaleo, me reconociera la gente. Las habían puesto en el telediario de las tres de la tarde. Y…el auditor estaba allí…¡Increíble, pero cierto! Todo acabó felizmente bien. Con el paso del tiempo he contado esto infinidad de veces. Pero ahora me he quedado con  la anécdota y las bromas de mis amigos sobre mi presencia allí con aquella gabardina clara y cuellos subidos, cual si fuera yo el Sherlock Holmes del caso, olvidándome del mal trago pasado. También fue una experiencia, nada deseable en esta ocasión, dentro de un trabajo de auditoria